Siempre te entrego mi paciencia. Siempre digo que no debemos ser así como somos, inflexibles de un lado a otro, dudosos de hasta cuando esto debe durar: si por el infinito o apenas hasta que el próximo invierno llegue.
De repente, cuando todo está casi bien, llegas y dices algo que demuestre que ilusiones no son cosas para reírse, sino para que nos quedemos serios y un poco callados.
Y me miras como si fuera un ladrón, como si fuera el peor de los humanos. Para no decir nada, trago palabras, escribo en español mal escrito, miro hacia los lados.
De mi silencio formas tu opinión nada favorable a lo que crees que ves, a lo que tu imaginación te informa.
Y cuando te vas, dejando en el aire restos de tu furia, me dejas solamente el peso del dolor causado por algo que no siento y que no busco como causa o consecuencia.
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